martes, 2 de julio de 2013

CONFERENCIA INAUGURAL JORNADA NUEVAS EXPERIENCIAS EDUCATIVAS


El futuro ¿se hace esperar en la educación?
 por Leandro de Lajonquiére
Jornada de Sevilla (13-4-2013)

RESUMEN: La simple llegada del niño al mundo convoca nuestras ilusiones, esperanzas y miedos, tornándonos pesimistas sobre la posibilidad de su educabilidad. Últimamente encargarse de los chicos se ha convertido en una tarea sumamente compleja, para la que se precisarían muchos especialistas. El futuro es por excelencia el tiempo soñado. Los niños son soñados por los adultos. Con la llegada de la psicología pasamos a pretender conocer lo que de natural trae el niño en la cabeza, para así darle una educación ajustada a sus necesidades. Y lo que está en la cabeza de nuestros niños son justamente nuestros sueños. La educación es básicamente una experiencia de palabra, y como tal, al igual que el psicoanálisis y la política – Freud dixit – son tres tareas imposibles, porque, como experiencias de palabra, están condenadas a contornear un real imposible de decir. El entusiasmo educativo de toda madre de hablarle a su bebé es lo que convierte a ese pequeño “extranjero” en un familiar. Toda educación se basa en este entusiasmo simbólico. Lo que empuja la atención del niño en su escucha es situar desde qué lugar el Otro le habla, lugar de los miedos, ilusiones y esperanzas respecto del futuro; es averiguar qué es lo que anima la palabra del que así les habla, esto es, se preguntan por el deseo del Otro.




Conferencia de apertura:
EL FUTURO ¿SE HACE ESPERAR EN LA EDUCACIÓN? por Leandro de Lajonquiére

A partir de la pregunta ¿qué es lo que los adultos hacemos con los niños, con aquellos que llegan al mundo después de nosotros? dos líneas de reflexión:
 - la simple llegada del niño convoca nuestras ilusiones, esperanzas y miedos.
 - educar es conjugar los tiempos, pasado, presente y futuro.
Los educadores coinciden en las dificultades de la situación actual, es decir, el zapato que aprieta es siempre el del presente. Y estas dificultades instalan en nosotros cierto pesimismo. Más aún, últimamente encargarse de los chicos se ha convertido en una tarea sumamente compleja, para la que se precisarían muchos especialistas.
Uno suele decir que los chicos de hoy son diferentes que los de antaño. Antes eran menos inteligentes, pero por lo menos se portaban bien. Estos chicos de antes éramos nosotros, buenitos pero un poco tontos. Los de hoy son una peste pero más rápidos.

Esta es una sensación engañosa, y aquí el psicoanálisis sí puede decir algo. Y no se trata de aplicar el psicoanálisis a la educación, aunque durante mucho tiempo los psicoanalistas, igual que los psicólogos, les decían a los maestros lo que tenían que hacer. Si el psicoanálisis entra en esa vertiente pierde aquello que es del orden de su fertilidad. Lo que atañe al psicoanálisis es poder parar para pensar, indagar esos miedos, esperanzas e ilusiones en torno a los niños. Porque es eso lo que nos torna más o menos pesimistas, lo que alienta la sensación de que no hay salida, de que los niños de hoy son ingobernables, que son ineducables.

El psicoanálisis permite una cierta distancia acerca de por qué se nos ocurre pensar o soñar a los niños de esa forma. Los niños son soñados por nosotros los adultos. Quiere decir que cuando nosotros recibimos a esos niños los recibimos en nuestros sueños.
Por lo tanto la cuestión es indagar de qué sueños se trata, es ahí que se cocina la gestación del futuro. El futuro es por excelencia el tiempo soñado. Y esto atañe justamente a nuestra condición de hombres modernos, aunque la discusión sobre qué hacer con los niños viene de lejos. El primer tratado de pedagogía es ‘La República’ de Platón. Los niños llegan al mundo en su condición de extranjeros, y la preocupación del filósofo era qué hacer ante estos invasores.

En los tiempos modernos nos pasamos soñando con el futuro, con la idea que el día de mañana puede ser distinto. Eso abre otro tipo de preocupaciones, ahora estamos preocupados porque los niños vivan en un mundo mejor que el nuestro. Y con la llegada de la psicología pasamos a preocuparnos de cómo entender al niño. El tiempo moderno es el de la gran reflexión pedagógica.

A partir de la segunda guerra mundial la psicología científica nos va a decir lo que el niño tiene en la cabeza. Y si nosotros sabemos eso lo vamos a poder educar de una forma ajustada a sus necesidades, a sus capacidades. Entonces no va a sufrir, no le va a costar esfuerzo hacerse grande. Y va a llegar a grande un poco feliz, con sus capacidades desarrolladas. Será entonces un candidato por excelencia para construir un mundo mejor.

Todo esto es una ilusión, las cosas no son así. Recordemos que Freud dijo que la educación es una de las tareas imposibles junto con el psicoanálisis y la política. Y son tareas imposibles porque cada una de las tres son experiencias de palabra, están articuladas en torno a la imposibilidad de lo real que nos obliga a contornearlo. Y es que el punto de llegada nunca es el punto soñado.
Esto no es pesimismo, sino que es donde anida la libertad humana, que tiene que ver con la imposibilidad de decir, con ese punto de real que se nos escapa y que no podemos dominar. Y que es justamente lo que va a alimentar las ilusiones, las esperanzas y los miedos.
Todo niño que llega al mundo nos pone ante dos posibilidades: o lo tiramos por la ventana o nos encargamos de su educación. El tema es cómo lo educamos. Nosotros somos soñados por un futuro que soñamos, y vamos a pretender que con el niño sea diferente de lo que fue con uno mismo, diferente de cómo me educaron a mí, porque yo he sufrido.

Más que buscar el método novedoso, en la educación se trata de reconocer que lo que está en juego es la palabra.

Toda madre que se lanza a la aventura de educar le va a hablar al niño, poco importa si el niño la entiende, ella va a insistir en hablarle – según Winnicott – porque tiene dos convicciones: “mi niño tiene la misma inteligencia que yo, por lo tanto me entiende, y más aún, se muere de ganas de hablar conmigo”.

Estas dos suposiciones que animan este entusiasmo educativo de toda madre, esa locura divertida de la madre de querer conversar con su bebé a toda costa, gracias a eso el niño que ha llegado como un extranjero se convertirá en un familiar. El norte de toda educación es hacer de los extraños, familiares.
En ocasión de ser invitado a dar una charla en el colegio de su infancia, Freud escribe un pequeño texto que figura en sus obras completas bajo el título “Psicología del escolar”. Es decir, nos va a hablar de lo que el escolar tiene en la cabeza. Y subraya la existencia de una especie de corriente subterránea entre el profesor que habla a sus alumnos y los alumnos que están escuchándolo. Esta corriente se carga en la curiosidad de los alumnos y va a ser dirigida hacia la personalidad de aquél que les habla. Aquello que anima la psicología del oyente – su atención – es su curiosidad por la personalidad de aquel que les habla.

Nos pasamos el tiempo observando sus flaquezas, contradicciones. Aquello que anima la atención de quien escucha es una pregunta en torno de situar el lugar de aquel que nos habla, el lugar de la palabra, situar la falta, la castración que anima a aquel que nos habla.

El desarrollo psíquico de un bebé que llega como un extranjero y se torna un familiar gracias a la educación, está animado por el intento del niño de situar el lugar de la falta de donde adviene la palabra del Otro, desde qué lugar el Otro me habla, lugar de los miedos, las esperanzas y las ilusiones con respecto al futuro.
Cuando educamos, al futuro vamos, pero él se hace esperar. Nuestros chicos crecen pero siempre son nuestros chicos, parecería que el futuro nunca llega, que es del orden de una ilusión. Algunos proponen que hay que educar para los próximos cinco años. Yo creo que uno educa para la eternidad.

Lo que anima la educación de todo niño- y por eso nuestra ambivalencia hacia él – es que nos recuerda el tiempo, nuestra mortalidad. Pero al mismo tiempo el niño es lo que nos va a permitir engañar nuestra mortalidad, nuestra castración. Por un lado son como relojes que nos dejan patente el paso del tiempo, de ahí la angustia, hay que hacer algo rápido. Y al mismo tiempo nos dan la esperanza de la inmortalidad. El niño tiene el mandato de sobrevivirnos para apuntalar la ilusión de la inmortalidad buscada.

Para eso le hablamos desde ese lugar de la enunciación donde se nos escapan nuestros miedos y esperanzas respecto al futuro.
Hoy en día hay una ilusión muy fuerte sobre la luz que la ciencia puede arrojar sobre la infancia y su educación. Y todos se esfuerzan en pos de una educación científica que se apoya en la suposición de lo que los niños tienen en la cabeza, las etapas llamadas naturales del desarrollo, etc. Y es ahí donde nos perdemos en nuestros sueños. Porque lo que está en la cabeza de los niños justamente son nuestros sueños.

Pretender educar al niño a partir de lo que se supone tienen de natural en la cabeza es como pretender avanzar en una calle guiados por un espejo en el cual nos vemos. El niño es como un reloj, pero también como un espejo. El bebé mira a su madre, pero la madre también se mira en la mirada del bebé. Todos nosotros nos miramos en la mirada de los niños, en espera que del fondo de esa mirada advenga una imagen, la nuestra al revés; nos retorne una imagen ideal, no como nosotros somos sino la imagen de cómo nos gustaría ser, o la imagen de lo que nosotros supusimos que fuimos alguna vez.

Quiere decir que lo que retorna de la mirada de un niño cuando lo educamos es siempre un niño ideal. De ahí que entonces hoy en día advenga esa sensación de que educar a los niños se ha vuelto muy complicado. Pero esa complicación la hemos creado nosotros a partir de esa idea tonta de que, para educarlos, es decir, para hablarles, hay que saber lo que el niño tiene en la cabeza, y así darle la palabra justa, adecuada a eso.

La educación tiene que ver con un entusiasmo simbólico, con un desborde simbólico, con sueños, con un aquí y ahora traspasado, subvertido. Ese entusiasmo simbólico se alimenta gracias a la palabra.

Hemos invertido el eje de la educación, corremos detrás de los niños, desesperados, preguntándole a los especialistas por lo que tienen en la cabeza. Y en la educación son los niños los que deben correr detrás de nosotros. ¿Y por qué? Porque nos suponen animados por un deseo. Y es de ese deseo que quieren saber, por eso corren detrás de nosotros, por eso nos preguntan. “Mamá ¿de dónde vienen los niños?” Hoy, como somos científicos, traducimos que quieren saber cómo es que los fabricamos biológicamente. Es una estupidez, los niños no quieren saber eso, los niños quieren saber de qué lugar ellos vienen, de qué sueños ellos descienden, o de qué lugar los soñamos, en qué lugar ellos son soñados.

Los niños van detrás de nosotros, preguntando, porque están preocupados – como dijo Freud – sobre qué es lo que anima la palabra de aquel que así les habla. Ese es el norte que dirige la educación. Y eso es tan simple, siempre fue así. Lo que pasa es que hoy en día se nos ocurrió complicar las cosas.

Los niños no son ni más ni menos complicados que antes. Los niños son seres extraños que queremos conocer, que nosotros sabemos inconscientemente que vienen de nuestros sueños. Los niños, los locos y los borrachos siempre dicen la verdad ¿qué verdad? No la de la ciencia, pero sí la del deseo.
Es ahí que dependiendo de las circunstancias a veces nada queremos saber de la verdad que retorna o vuelve por la boca de un niño. Justamente para poder hablarles, para poder educarles, debemos poder escuchar esa verdad que retorna de la boca de los niños. Y eso que retorna tiene que ver con el pasado.


COLOQUIO:

- Pregunta: ¿En qué sentido dices que no se trata de saber lo que el niño tiene en la cabeza? Porque yo sí considero que es muy importante saber en qué momento de su proceso de constitución psíquica está un niño a la hora de intervenir. Por ejemplo, existe la costumbre de mandar a los niños “a pensar” cuando se han portado mal. Un niño de 2 años no tiene elementos para pensar en lo que ha hecho mal. Es como si a mí, que no se alemán, me mandaran a pensar en alemán…
Respondiendo a tu pregunta, si subrayo la expresión “lo que el niño tiene en la cabeza” es para referirme a la pretensión científica de creer saber lo que el niño tiene de “natural” en la cabeza. Me refiero a lo que hoy en día es el afán de la psicología educativa, esta idea de que hay que aplicar test psicológicos a los niños para saber en qué nivel están. Los niños son clasificados desde una educación tomada en la ilusión de que hay que hacer cosas ajustadas a aquello que se supone es el estado mental-afectivo de los niños. Eso es matar la educación, porque justamente la palabra educativa por excelencia es aquella que desborda, que hace suplencia, que no hace complemento.

- Pregunta: Lo que se da en la escuela son clases magistrales donde el niño es sometido al discurso del adulto ¿Qué reflexión haces al respecto?
Se trata de tener en cuenta la posición del niño en el campo del discurso, de la palabra y del lenguaje. En lugar de un test para saber qué tiene el niño en la cabeza, de lo que se trata es de poder escuchar el retorno de esa palabra. Ese es el norte de la experiencia educativa.

Por supuesto un bebé no ocupa la misma posición en el campo de la palabra que un niño de 2 o de 4 años, o que un adolescente. Y no se puede hacer una especie de manual para instruir al profesor: haga así con uno de 2, así con uno de 4, etc. Porque uno no puede saber de antemano cual será el retorno de la palabra, uno no puede dar una grilla de escucha anticipada.

La palabra va a ser tomada de diferentes formas, y el éxito educativo es justamente que el niño pueda tomar la palabra, pueda implicarse en la palabra, reconocerse en aquello que él dice, en su decir. Y no es fácil tomar la palabra delante de alguien que tiene el monopolio de la palabra.

La pedagogía no puede perder de vista que no se puede educar sin escuchar la palabra que retorna de los niños. Y cuando lo castigamos mandándolo al rincón a pensar,  no importa la edad que tenga, es para no escucharlo. Y cuando la pedagogía tradicional no basta, recurrimos a la medicalización y lo amordazamos con la química, colocando al niño en un lugar fijo del que no hay salida.

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