Jornada de Sevilla (13-4-2013)
RESUMEN: La simple llegada del niño al mundo convoca nuestras ilusiones, esperanzas y miedos, tornándonos pesimistas sobre la posibilidad de su educabilidad. Últimamente encargarse de los chicos se ha convertido en una tarea sumamente compleja, para la que se precisarían muchos especialistas. El futuro es por excelencia el tiempo soñado. Los niños son soñados por los adultos. Con la llegada de la psicología pasamos a pretender conocer lo que de natural trae el niño en la cabeza, para así darle una educación ajustada a sus necesidades. Y lo que está en la cabeza de nuestros niños son justamente nuestros sueños. La educación es básicamente una experiencia de palabra, y como tal, al igual que el psicoanálisis y la política – Freud dixit – son tres tareas imposibles, porque, como experiencias de palabra, están condenadas a contornear un real imposible de decir. El entusiasmo educativo de toda madre de hablarle a su bebé es lo que convierte a ese pequeño “extranjero” en un familiar. Toda educación se basa en este entusiasmo simbólico. Lo que empuja la atención del niño en su escucha es situar desde qué lugar el Otro le habla, lugar de los miedos, ilusiones y esperanzas respecto del futuro; es averiguar qué es lo que anima la palabra del que así les habla, esto es, se preguntan por el deseo del Otro.
RESUMEN: La simple llegada del niño al mundo convoca nuestras ilusiones, esperanzas y miedos, tornándonos pesimistas sobre la posibilidad de su educabilidad. Últimamente encargarse de los chicos se ha convertido en una tarea sumamente compleja, para la que se precisarían muchos especialistas. El futuro es por excelencia el tiempo soñado. Los niños son soñados por los adultos. Con la llegada de la psicología pasamos a pretender conocer lo que de natural trae el niño en la cabeza, para así darle una educación ajustada a sus necesidades. Y lo que está en la cabeza de nuestros niños son justamente nuestros sueños. La educación es básicamente una experiencia de palabra, y como tal, al igual que el psicoanálisis y la política – Freud dixit – son tres tareas imposibles, porque, como experiencias de palabra, están condenadas a contornear un real imposible de decir. El entusiasmo educativo de toda madre de hablarle a su bebé es lo que convierte a ese pequeño “extranjero” en un familiar. Toda educación se basa en este entusiasmo simbólico. Lo que empuja la atención del niño en su escucha es situar desde qué lugar el Otro le habla, lugar de los miedos, ilusiones y esperanzas respecto del futuro; es averiguar qué es lo que anima la palabra del que así les habla, esto es, se preguntan por el deseo del Otro.
Conferencia de apertura:
EL
FUTURO ¿SE HACE ESPERAR EN LA EDUCACIÓN? por
Leandro de Lajonquiére
A partir de la pregunta ¿qué es lo que los adultos
hacemos con los niños, con aquellos que llegan al mundo después de nosotros? dos
líneas de reflexión:
- la simple
llegada del niño convoca nuestras ilusiones, esperanzas y miedos.
- educar es conjugar los tiempos, pasado,
presente y futuro.
Los educadores
coinciden en las dificultades de la situación actual, es decir, el zapato que
aprieta es siempre el del presente. Y estas dificultades instalan en nosotros
cierto pesimismo. Más aún, últimamente encargarse de los chicos se ha
convertido en una tarea sumamente compleja, para la que se precisarían muchos
especialistas.
Uno suele decir que
los chicos de hoy son diferentes que los de antaño. Antes eran menos
inteligentes, pero por lo menos se portaban bien. Estos chicos de antes éramos
nosotros, buenitos pero un poco tontos. Los de hoy son una peste pero más
rápidos.
Esta es una
sensación engañosa, y aquí el psicoanálisis sí puede decir algo. Y no se trata
de aplicar el psicoanálisis a la educación, aunque durante mucho tiempo los
psicoanalistas, igual que los psicólogos, les decían a los maestros lo que
tenían que hacer. Si el psicoanálisis entra en esa vertiente pierde aquello que
es del orden de su fertilidad. Lo que atañe al psicoanálisis es poder parar
para pensar, indagar esos miedos, esperanzas e ilusiones en torno a los niños.
Porque es eso lo que nos torna más o menos pesimistas, lo que alienta la
sensación de que no hay salida, de que los niños de hoy son ingobernables, que son
ineducables.
El psicoanálisis
permite una cierta distancia acerca de por qué se nos ocurre pensar o soñar a
los niños de esa forma. Los niños son soñados por nosotros los adultos. Quiere
decir que cuando nosotros recibimos a esos niños los recibimos en nuestros sueños.
Por lo tanto la
cuestión es indagar de qué sueños se trata, es ahí que se cocina la gestación
del futuro. El futuro es por
excelencia el tiempo soñado. Y esto atañe justamente a nuestra condición de
hombres modernos, aunque la discusión sobre qué hacer con los niños viene de
lejos. El primer tratado de pedagogía es ‘La República’ de Platón. Los niños
llegan al mundo en su condición de extranjeros, y la preocupación del filósofo
era qué hacer ante estos invasores.
En los tiempos modernos
nos pasamos soñando con el futuro, con la idea que el día de mañana puede ser
distinto. Eso abre otro tipo de preocupaciones, ahora estamos preocupados porque
los niños vivan en un mundo mejor que el nuestro. Y con la llegada de la
psicología pasamos a preocuparnos de cómo entender al niño. El tiempo moderno
es el de la gran reflexión pedagógica.
A partir de la
segunda guerra mundial la psicología científica nos va a decir lo que el niño
tiene en la cabeza. Y si nosotros sabemos eso lo vamos a poder educar de una
forma ajustada a sus necesidades, a sus capacidades. Entonces no va a sufrir,
no le va a costar esfuerzo hacerse grande. Y va a llegar a grande un poco
feliz, con sus capacidades desarrolladas. Será entonces un candidato por
excelencia para construir un mundo mejor.
Todo esto es una
ilusión, las cosas no son así. Recordemos que Freud dijo que la educación es
una de las tareas imposibles junto con el psicoanálisis y la política. Y son tareas
imposibles porque cada una de las tres son experiencias de palabra, están articuladas
en torno a la imposibilidad de lo real que nos obliga a contornearlo. Y es que
el punto de llegada nunca es el punto soñado.
Esto no es
pesimismo, sino que es donde anida la libertad humana, que tiene que ver con la
imposibilidad de decir, con ese punto de real que se nos escapa y que no
podemos dominar. Y que es justamente lo que va a alimentar las ilusiones, las
esperanzas y los miedos.
Todo niño que llega
al mundo nos pone ante dos posibilidades: o lo tiramos por la ventana o nos encargamos de su
educación. El tema es cómo lo educamos. Nosotros somos soñados por un futuro
que soñamos, y vamos a pretender que con el niño sea diferente de lo que fue
con uno mismo, diferente de cómo me educaron a mí, porque yo he sufrido.
Más que buscar el
método novedoso, en la educación se trata de reconocer que lo que está en juego
es la palabra.
Toda madre que se
lanza a la aventura de educar le va a hablar al niño, poco importa si el niño
la entiende, ella va a insistir en hablarle – según Winnicott – porque tiene
dos convicciones: “mi niño tiene la misma inteligencia que yo, por lo tanto me
entiende, y más aún, se muere de ganas de hablar conmigo”.
Estas dos
suposiciones que animan este entusiasmo educativo de toda madre, esa locura
divertida de la madre de querer conversar con su bebé a toda costa, gracias a
eso el niño que ha llegado como un extranjero se convertirá en un familiar. El
norte de toda educación es hacer de los extraños, familiares.
En ocasión de ser
invitado a dar una charla en el colegio de su infancia, Freud escribe un pequeño
texto que figura en sus obras completas bajo el título “Psicología del
escolar”. Es decir, nos va a hablar de lo que el escolar tiene en la cabeza. Y
subraya la existencia de una especie de corriente subterránea entre el profesor
que habla a sus alumnos y los alumnos que están escuchándolo. Esta corriente se
carga en la curiosidad de los alumnos y va a ser dirigida hacia la personalidad
de aquél que les habla. Aquello que anima la psicología del oyente – su
atención – es su curiosidad por la personalidad de aquel que les habla.
Nos pasamos el
tiempo observando sus flaquezas, contradicciones. Aquello que anima la atención
de quien escucha es una pregunta en torno de situar el lugar de aquel que nos
habla, el lugar de la palabra, situar la falta, la castración que anima a aquel
que nos habla.
El desarrollo
psíquico de un bebé que llega como un extranjero y se torna un familiar gracias
a la educación, está animado por el intento del niño de situar el lugar de la
falta de donde adviene la palabra del Otro, desde qué lugar el Otro me habla,
lugar de los miedos, las esperanzas y las ilusiones con respecto al futuro.
Cuando educamos, al
futuro vamos, pero él se hace esperar. Nuestros chicos crecen pero siempre son
nuestros chicos, parecería que el futuro nunca llega, que es del orden de una
ilusión. Algunos proponen que hay que educar para los próximos cinco años. Yo
creo que uno educa para la eternidad.
Lo que anima la
educación de todo niño- y por eso nuestra ambivalencia hacia él – es que nos
recuerda el tiempo, nuestra mortalidad. Pero al mismo tiempo el niño es lo que
nos va a permitir engañar nuestra mortalidad, nuestra castración. Por un lado
son como relojes que nos dejan patente el paso del tiempo, de ahí la angustia,
hay que hacer algo rápido. Y al mismo tiempo nos dan la esperanza de la
inmortalidad. El niño tiene el mandato de sobrevivirnos para apuntalar la
ilusión de la inmortalidad buscada.
Para eso le
hablamos desde ese lugar de la enunciación donde se nos escapan nuestros miedos
y esperanzas respecto al futuro.
Hoy en día hay una
ilusión muy fuerte sobre la luz que la ciencia puede arrojar sobre la infancia
y su educación. Y todos se esfuerzan en pos de una educación científica que se
apoya en la suposición de lo que los niños tienen en la cabeza, las etapas
llamadas naturales del desarrollo, etc. Y es ahí donde nos perdemos en nuestros
sueños. Porque lo que está en la cabeza de los niños justamente son nuestros
sueños.
Pretender educar al
niño a partir de lo que se supone tienen de natural en la cabeza es como pretender
avanzar en una calle guiados por un espejo en el cual nos vemos. El niño es
como un reloj, pero también como un espejo. El bebé mira a su madre, pero la
madre también se mira en la mirada del bebé. Todos nosotros nos miramos en la mirada
de los niños, en espera que del fondo de esa mirada advenga una imagen, la
nuestra al revés; nos retorne una imagen ideal, no como nosotros somos sino la
imagen de cómo nos gustaría ser, o la imagen de lo que nosotros supusimos que
fuimos alguna vez.
Quiere decir que lo
que retorna de la mirada de un niño cuando lo educamos es siempre un niño
ideal. De ahí que entonces hoy en día advenga esa sensación de que educar a los
niños se ha vuelto muy complicado. Pero esa complicación la hemos creado
nosotros a partir de esa idea tonta de que, para educarlos, es decir, para
hablarles, hay que saber lo que el niño tiene en la cabeza, y así darle la
palabra justa, adecuada a eso.
La educación tiene
que ver con un entusiasmo simbólico, con un desborde simbólico, con sueños, con
un aquí y ahora traspasado, subvertido. Ese entusiasmo simbólico se alimenta
gracias a la palabra.
Hemos invertido el
eje de la educación, corremos detrás de los niños, desesperados, preguntándole
a los especialistas por lo que tienen en la cabeza. Y en la educación son los
niños los que deben correr detrás de nosotros. ¿Y por qué? Porque nos suponen
animados por un deseo. Y es de ese deseo que quieren saber, por eso corren
detrás de nosotros, por eso nos preguntan. “Mamá ¿de dónde vienen los niños?”
Hoy, como somos científicos, traducimos que quieren saber cómo es que los
fabricamos biológicamente. Es una estupidez, los niños no quieren saber eso,
los niños quieren saber de qué lugar ellos vienen, de qué sueños ellos
descienden, o de qué lugar los soñamos, en qué lugar ellos son soñados.
Los niños van
detrás de nosotros, preguntando, porque están preocupados – como dijo Freud –
sobre qué es lo que anima la palabra de aquel que así les habla. Ese es el
norte que dirige la educación. Y eso es tan simple, siempre fue así. Lo que
pasa es que hoy en día se nos ocurrió complicar las cosas.
Los niños no son ni
más ni menos complicados que antes. Los niños son seres extraños que queremos
conocer, que nosotros sabemos inconscientemente que vienen de nuestros sueños.
Los niños, los locos y los borrachos siempre dicen la verdad ¿qué verdad? No la
de la ciencia, pero sí la del deseo.
Es ahí que
dependiendo de las circunstancias a veces nada queremos saber de la verdad que
retorna o vuelve por la boca de un niño. Justamente para poder hablarles, para
poder educarles, debemos poder escuchar esa verdad que retorna de la boca de
los niños. Y eso que retorna tiene que ver con el pasado.
COLOQUIO:
- Pregunta: ¿En qué
sentido dices que no se trata de saber lo que el niño tiene en la cabeza? Porque
yo sí considero que es muy importante saber en qué momento de su proceso de
constitución psíquica está un niño a la hora de intervenir. Por ejemplo, existe
la costumbre de mandar a los niños “a pensar” cuando se han portado mal. Un
niño de 2 años no tiene elementos para pensar en lo que ha hecho mal. Es como
si a mí, que no se alemán, me mandaran a pensar en alemán…
Respondiendo a tu
pregunta, si subrayo la expresión “lo que el niño tiene en la cabeza” es para referirme
a la pretensión científica de creer saber lo que el niño tiene de “natural” en
la cabeza. Me refiero a lo que hoy en día es el afán de la psicología
educativa, esta idea de que hay que aplicar test psicológicos a los niños para
saber en qué nivel están. Los niños son clasificados desde una educación tomada
en la ilusión de que hay que hacer cosas ajustadas a aquello que se supone es
el estado mental-afectivo de los niños. Eso es matar la educación, porque
justamente la palabra educativa por excelencia es aquella que desborda, que
hace suplencia, que no hace complemento.
- Pregunta: Lo que
se da en la escuela son clases magistrales donde el niño es sometido al
discurso del adulto ¿Qué reflexión haces al respecto?
Se trata de tener
en cuenta la posición del niño en el campo del discurso, de la palabra y del
lenguaje. En lugar de un test para saber qué tiene el niño en la cabeza, de lo
que se trata es de poder escuchar el retorno de esa palabra. Ese es el norte de
la experiencia educativa.
Por supuesto un
bebé no ocupa la misma posición en el campo de la palabra que un niño de 2 o de
4 años, o que un adolescente. Y no se puede hacer una especie de manual para
instruir al profesor: haga así con uno de 2, así con uno de 4, etc. Porque uno
no puede saber de antemano cual será el retorno de la palabra, uno no puede dar
una grilla de escucha anticipada.
La palabra va a ser
tomada de diferentes formas, y el éxito educativo es justamente que el niño pueda
tomar la palabra, pueda implicarse en la palabra, reconocerse en aquello que él
dice, en su decir. Y no es fácil tomar la palabra delante de alguien que tiene
el monopolio de la palabra.
La pedagogía no
puede perder de vista que no se puede educar sin escuchar la palabra que
retorna de los niños. Y cuando lo castigamos mandándolo al rincón a
pensar, no importa la edad que tenga, es
para no escucharlo. Y cuando la pedagogía tradicional no basta, recurrimos a la
medicalización y lo amordazamos con la química, colocando al niño en un lugar
fijo del que no hay salida.
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